MARÍA LUCRECIA GARCIA BOURREN
En la Cumbre de la Convención Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) 2022, realizada en nuestro País, en el mes de noviembre del año pasado, se argumentó que priorizar la sostenibilidad de la vida frente a la acumulación de capital es la precondición para lograr un desarrollo sostenible y con igualdad, para ello es necesario centralizar el cuidado en un modelo de desarrollo. Por más de cuatro décadas, los Estados miembros de CEPAL, reunidos en la Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe, aprobaron la Agenda Regional de Género, la que garantiza los derechos de las mujeres, avanzar hacia el logro de su autonomía y sentar las bases para construir sociedades con igualdad y en diálogo con los movimientos de mujeres y feministas de la región.
La redistribución y la valoración de los cuidados también se vinculan con los esfuerzos para erradicar la pobreza e implementar sistemas de protección social para todas las personas, con poner fin al hambre, lograr la seguridad alimentaria y la mejora de la nutrición. La provisión de cuidados de calidad también es decisiva para garantizar una vida sana y promover el bienestar de todos/as, por ejemplo en el ámbito de la educación, en términos de inclusión, equidad y calidad; relacionado con el crecimiento económico sostenido, inclusivo y sostenible, así como el empleo pleno y productivo y el trabajo decente para todos.
La inversión de la economía del cuidado contribuye también a construir infraestructuras resilientes, promover la industrialización inclusiva y sostenible y fomentar la innovación, reducir a desigualdad en los países y entre ellos, combatir el cambio climático y sus efectos, facilitar el acceso a la justicia para todos y fortalecer los medios de implementación y revitalizar la Alianza Mundial para el Desarrollo Sostenible.
La Agenda 2030 de CEPAL se complementa y amplía con la Agenda Regional de Género. Los Estados miembros han hecho un llamado a “superar la división sexual del trabajo y promover el cuidado como un derecho” (Bidegain Ponte, 2017, pág 17).
Se señala permanentemente que la injusta organización social de los cuidados obstaculiza la autonomía de las mujeres y reproduce las desigualdades de género, intersectadas con otras dimensiones de la desigualdad social (socioeconómica, étnica, racial y territorial). Transformar esta organización es primordial para alcanzar la autonomía y los derechos de las mujeres y elemental para lograr un desarrollo sostenible y con igualdad.
Al mismo tiempo, la Agenda Regional se articula con los compromisos internacionales y regionales dirigidos a proteger, respetar y garantizar todos los derechos humanos de las mujeres y las niñas en su diversidad, así como la no discriminación y el logro de la igualdad de género. Entre estos compromisos se destaca: la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación Contra la Mujer (1979) y la Convención Innteramericana para Prevenir, Sancionar y Erradicar la Violencia contra la Mujer (Convención de Belém Do Pará, 1994). Se reafirma la plena vigencia de la Declaración y Plataforma de Acción de la Cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer (Beijing, 1995) , las resoluciones relativas a las mujeres, la paz y la seguridad aprobadas por el Consejo de Seguridad, el programa de Acción de la Conferencia Mundial contra el Racismo, La Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia (Durban, 2001), la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas (2007) y los compromisos de las Conferencias Internacionales sobre la Financiación para el Desarrollo ( Monterrey, 2002, Doha, 2008 y Addis Abeba, 2015).
De manera progresiva, los Gobiernos de la región han aprobado una serie de acuerdos fundamentales para el diseño y la implementación de políticas de cuidados y han avanzado en la consideración del cuidado como un derecho. Se reafirman los principios de universalidad y progresividad den el acceso a servicios de cuidado de calidad y la importancia de la corresponsabilidad, tanto entre hombres y mujeres, como entre el Estado y el Mercado, las comunidades, las familias y reconocer la vital importancia de la existencia de políticas públicas de cuidado orientadas a alcanzar la igualdad de género, la importancia del Estado, la imprescindible articulación entre sus instituciones, tanto a nivel nacional. Provincial, local y su enfoque interseccional.
El cuidado es un brazo articulador de los procesos reproductivos y productivos. Son imprescindibles para la reproducción social, toda vez que las personas requieren cuidados a lo largo de su vida. Entre quienes están en condiciones de brindar cuidados, existe una enorme desigualdad de género, en todo el mundo el 76,2% del tiempo dedicado al trabajo de cuidado no remunerado está a cargo de mujeres (OIT, 2019).
El trabajo de cuidados no remunerado hace posible la existencia del sistema económico basado en la economía mercantil (Larguía y Dumoulin, 1976). La sobrecarga de cuidados limita la posibilidad de las mujeres de percibir ingresos propios, y de destinar tiempo al autocuidado, el esparcimiento y otras actividades centrales para su autonomía, entendida como “la capacidad de las personas para tomar decisiones libres e informadas sobre sus vidas, de manera de poder ser y hacer en función de sus propias aspiraciones, en el contexto histórico que las hace posibles” (CEPAL, 2011).
En términos generales, la persistencia de la división sexual del trabajo en la región se basa en relaciones de poder desiguales y en la injusta organización social del cuidado, con grandes incidencias en las brechas de desigualdad entre hombres y mujeres, entre mujeres de distintos niveles socioeconómicos y entre territorios y países (Bidegain Ponte, 2017). Repercute también , en la feminización de la pobreza y en la reproducción de las desigualdades entre los géneros y entre las mujeres de distinta posición socioeconómica, así como desigualdades étnico-raciales y territoriales, ya que los trabajos de cuidados se transfieren con base en ejes de jerarquización social según el género, la clase y el lugar de procedencia (Orozco, 2014). Muchas mujeres latinoamercianas y caribeñas forman parte de cadenas globales de cuidados que se constituyen mediante la transferencia de los trabajos de cuidados de unas mujeres a otras, y con un ausencia notable de participación masculina en estas tareas (CEPAL, 2016).
A pesar de la vital importancia, el lugar central del cuidado en la provisión de bienestar ha permanecido invisible en la corriente principal de la economía. A partir de un modelo androcéntrico, la economía ortodoxa valoriza el trabajo remunerado, mientras oculta el no remunerado, el mercado laboral limita el tiempo para el cuidado de otros, del planeta y el autocuidado, como si quienes desempeñan funciones laborales no tuvieran necesidades propias de cuidados, ni responsabilidades sobre el cuidado de otras personas y de su entorno. Esta omisión niega el valor económico de los cuidados y reproduce desigualdades socioeconómicas, étnico- raciales, territoriales y de género.
Históricamente, los cuidados se asignaron como parte de las responsabilidades familiares, sobre la base de un modelo hegemónico biparental y heterosexual, que invisibilizó las diferentes formas de organización de las familias. En el contexto de una matriz cultural que suponía el trabajo remunerado como ámbito masculino, los cuidados recayeron de manera desproporcionada sobre las mujeres (Jelin, 2010 y 2017). El sistema productivo tallado a partir de una mirada androcéntrica y acompañado de patrones culturales patriarcales presuponía la existencia de un trabajador de tiempo completo, sin responsabilidades de cuidado. De tal modo, una actividad decisiva en la reproducción de las personas, de la fuerza de trabajo y de la sociedad en su conjunto se caracterizó por una férrea división sexual del trabajo, que contribuyó a reproducir desigualdades entre géneros y a limitar la autonomía de las mujeres y su capacidad de obtener ingresos propios (Esquivel, 2011).
Las profundas transformaciones económicas, sociodemográficas y culturales de las últimas décadas, que incluyen el aumento de la participación femenina en el mercado laboral, y cambios en las estructuras de hogar y en las dinámicas familiares, no han alterado de raíz la división sexual del trabajo, (Wainerman, 2003). El resultado fue una “revolución no dinámica, estancada”, mientras la participación laboral de las mujeres aumentó de manera significativa, la vinculación masculina a los cuidados no lo hizo al mismo ritmo.
Comprender el cuidado como parte de una organización social trasciende el ámbito de los hogares. El cuidado se provee en distintos ámbitos e instituciones públicas, privadas y comunitarias e incluye componentes de cuidado directo e indirecto. Tanto en hogares, como fuera de ellos, los cuidados pueden ser remunerados o no, y ofrecerse como parte de un servicio público o mercantil. En cada uno de esos formatos, las principales proveedoras de cuidados son las mujeres, muchas de las cuales realizan trabajo de cuidados remunerado, aunque en condiciones precarias y sin protección social.
Desde una perspectiva institucional, el cuidado es un pilar de los regímenes de bienestar. El Estado cumple el doble papel de proveer servicios y de regular la manera en que se asignan y distribuyen los derechos y responsabilidades de cuidado en determinada sociedad, en el ámbito de los trabajos de cuidados remunerados- como en los sectores de educación, salud, trabajo social, cuidados comunitarios y servicio doméstico-, pero también en el ámbito del hogar. Al hacerlo, incide sobre la posibilidad de transformar (o de reproducir) desigualdades de género y socioeconómicas imbricadas en la organización social del cuidado.
Cuando las provisiones estatales no alcanzan a cubrir las necesidades de cuidado de la población, aquellos hogares que cuentan con recursos para acceder a servicios de cuidado en el mercado lo hacen mediante la contratación de servicio doméstico, de cuidadoras en los domicilios y de instituciones privadas (jardines, hogares para personas mayores, etc), mientras que los hogares de menores ingresos se apoyan en el trabajo reproductivo de las mujeres, lo que limita su acceso al mercado laboral y da cuenta del modo en el que los cuidados se convierten en un aspecto clave para comprender las desigualdades socioeconómicas.
En contextos de crisis regionales recurrentes, lo que está en juego es la sostenibilidad de la vida. La insostenibilidad del modelo de desarrollo hegemónico surge del doble proceso de explotación de la naturaleza y del cuerpo y el tiempo de las mujeres , cuya labor doméstica y de cuidados no remunerada opera como variable de ajuste para paliar tanto los efectos de la degradación ambiental como los déficits de la provisión de servicio de cuidado. La pandemia de COVID-19 dio claras muestras de la intensificación del trabajo de cuidados que realizan las mujeres a fin de sostener la vida en un contexto crítico, como ha señalado CEPAL (2020,2021 y 2022).
Pero qué es la sostenibilidad de la vida?, es un proceso multidimensional, indispensable, tanto para dar continuidad a la vida en sus diferentes expresiones (personal, social y ecológica) como para desarrollar condiciones, estándares y una calidad de vida que sean aceptables para toda la población.
La sostenibilidad de la vida entrelaza dos aspectos fundamentales. El primero vinculado a garantizar las condiciones para reproducción social, asegurar la continuidad de la sociedad y contar con los insumos necesarios para sostener los procesos de producción, con independencia de los contextos en que se llevan adelante. En este sentido, la sostenibilidad de la vida es ecodependiente para asegurar la vida de generaciones presentes y futuras se requiere frenar la degradación ambiental. Esta dimensión torna indispensable el cuidado. “La vida es vulnerable y finita; es precaria, si no se cuida, no es viable” (Pérez Orozco, 2014).
Según la CEPAL, el cuidado comprende todas las actividades que aseguran la reproducción humana y el sostenimiento de la vida en un entorno adecuado. Ello incluye el resguardo de la dignidad de las personas y la integridad de sus cuerpos, la educación y formación, el apoyo psicológico y emocional, así como el sostenimiento de los vínculos sociales (CEPAL 2022). Implica el mantenimiento de los espacios y bienes domésticos, así como el cuidado del planeta. Tiene una dimensión material, que se deriva de un trabajo, una actividad económica, que entraña un costo y requiere una disposición psicológica que necesita de la construcción o sostenimiento de un vínculo afectivo.
Priorizar la sostenibilidad de la vida frente a la acumulación de capital es una precondición para alcanzar el bienestar del conjunto de la población y lograr una recuperación transformadora, con igualdad y sostenibilidad. Entre otras cosas , este objetivo supone superar la injusta organización social de los cuidados, que, en la práctica, deriva en profundas injusticias en lo que refiere al tiempo y la disponibilidad de recursos y servicios. Las mujeres se ven afectadas por una desproporcionada carga de provisión de cuidados y una insuficiente cobertura de servicios públicos, no mercantile, que reproduce las desigualdades socioeconómicas, raciales y étnicas y les limita la generación de ingresos propios y el fortalecimiento de su autonomía.
La organización social de los cuidados refleja, de este modo, una construcción social y política, asentada sobre determinado marco cultural, donde hay diversas cosmovisiones respecto de lo que hay que cuidar, quiénes deben hacerlo y de qué manera. Por ejemplo, los pueblos indígenas conciben su organización social en vinculación directa con el cuidado del medioambiente, los cuidados incluyen una dimensión espiritual, y la interdependencia se construye desde el respeto a la autonomía de las personas y a la valoración de todas las vidas, humanas o no. En este sentido, el buen vivir, término acuñado como síntesis indígena, campesina y popular de un modelo alternativo de desarrollo, se fundamenta en elementos como “el logro colectivo de una vida en plenitud, en base a la cooperación, la complementariedad, la solidaridad y la justicia, siendo la vida un sistema único, interrelacionado, marcado por la diversidad y la interdependencia entre seres humanos y con la naturaleza”. En este paradigma, la reproducción sostenible de la vida se alza como núcleo de la economía.
El papel del Estado es decisivo. Tiene la capacidad de proveer servicios de c uidado, tiene la función de regular la provisión de cuidados por parte de los mercados, las comunidades y las familias. Al hacerlo puede, o bien transformar la injusta organización social de los cuidados, en la medida en que promueva la igualdad entre géneros, la autonomía de las mujeres y la corresponsabilidad de los cuidados, o bien reproducir las desigualdades históricas entre géneros y clases sociales (Faur,2011).
El marco de los derechos humanos sienta las bases jurídicas para colocar el cuidado en el centro, al tiempo que pone de relieve el papel del Estado en dicha construcción.
El derecho al cuidado entendido como el derecho a cuidar, ser cuidado y al autocuidado, es parte de los derechos humanos ya reconocidos en los pactos y tratados internacionales, de los que goza toda persona humana, independientemente de su situación de vulnerabilidad o dependencia. Sobre la base de los principios de igualdad, universalidad y corresponsabilidad social y de género, estos derechos hacen posible la sostenibilidad de la vida humana y el cuidado del planeta.
En punto a la definición del derecho al cuidado debe decirse, que este garantiza también el derecho a reconocer el valor del trabajo y de los derechos de las personas que proveen cuidado, más allá de la asignación estereotipada del cuidado como responsabilidad de las mujeres, y avanzar en la corresponsabilidad institucional entre sus proveedores (Estado, mercado, sector privado, familias).
El enfoque de derechos humanos aplicado al cuidado se basa en un conjunto de principios y estándares jurídicos: la universalidad, la obligación de garantizar el contenido mínimo de los derechos, la obligación de los Estados de implementar acciones y medidas que reconozcan la progresividad en sus acciones y la consiguiente prohibición de aplicar medidas restrictivas o regresivas, el deber de garantizar la participación ciudadana, el principio de igualdad y no discriminación, el acceso a la justicia y el acceso a la información pública. Estos estándares integran una matriz común aplicable en la definición de las políticas y estrategias de intervención tanto de los Estados como de los actores sociales y las agencias de cooperación para el desarrollo, y también en el diseño de acciones para la fiscalización y evaluación de políticas públicas.
En la región, los logros alcanzados en cuanto a desarrollo normativo, políticas públicas y enfoques vinculados a los derechos de las mujeres, la igualdad de género y la sostenibilidad ambiental fueron gestados en concordancia con el marco de pactos y tratados internacionales. Estos se refieren principalmente a la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, ratificada por todos los países de América Latina y el Caribe y apunta también a la Agenda 2030 y los Objetivos de Desarrollo Sostenible y la Agencia de Género impulsada por la CEPAL y acordada en cada Conferencia Regional sobre la Mujer de América Latina y el Caribe, gracias al impulso de los movimientos feministas y de mujeres.
Transitar hacia una sociedad del cuidado implica desatar los nudos estructurales de la desigualdad, identificar y cerrar las brechas existentes entre las necesidades de cuidado y la oferta de servicios accesibles y de calidad. Supone desnaturalizar y desmontar los roles estereotipados de género, y terminar con la cultura del privilegio y patriarcal y las relaciones jerárquicas de poder que sustentan la actual organización social del cuidado.
La crisis de los cuidados se perpetúa como consecuencia de la desigualdad socioeconómica y la persistencia de la pobreza. Con anterioridad a la Crisis de la Pandemia, en la Región las mujeres dedicaban entre 22 y 42 horas semanales a las tareas de cuidados y de orden doméstico, lo que supone una carga de hasta tres veces más que los hombres ( CEPAL 2020 y 2019). La Pandemia aumentó ferozmente sta carga debido, entre otras cosas, al traslado a los hogares de servicios de atención y cuidado, el acompañamiento a la educación de niños y niñas ante el cierre de establecimientos educativos, la atención de personas enfermas dada la presión generada sobre los sistemas de salud y el cuidado de la población dependiente a causa del cierre de varios establecimientos que brindan estos servicios.
Ahora bien, la pandemia también tuvo consecuencias negativas en el empleo de las mujeres, ya que registraba un estancamiento en la última d+ecada. Mientras que la tasa de participación de las mujeres se incrementó en un 5,3 puntos porcentuales entre 1997 y 2007, en la última década solo registró un leve aumento y en 2019 alcanzó un promedio de 51, 8%, esto es 23,7 puntos por debajo de la de los hombres (CEPAL/OIT 2020). Esta contundente salida de las mujeres del mercado laboral representa un retroceso de 18 años en los niveles de participación de las mujeres en la fuerza laboral en 2020. Si bien existen cifras que demuestran cierta recuperación en términos del empleo de las mujeres, esta recuperación aún es lenta y desigual, ya que no alcanza los niveles que se observan en el empleo de los hombres.
Los niveles de desempleo y la tasa de participación laboral de las mujeres no se explican únicamente por el debilitamiento del empleo en general como parte de la crisis económica, sino que en ello también incide la sobrecarga de trabajo de cuidados de las mujeres. El principal obstáculo para la inserción de las mujeres en el mercado laboral está relacionado con la sobrecarga del trabajo doméstico y de cuidados no remunerado. Aproximadamente un 60% de las mujeres en hogares con presencia de niños y niñas menores de 15 años declara no participar en el mercado laboral por atender responsabilidades familiares, mientras que en hogares sin presencia de niños y niñas esa cifra se ubica en el 18% (CEPAL 2021).
Otro punto que destacó CEPAL 2022 es que los patrones culturales patriarcales, discriminatorios y violentos refuerzan la división sexual del trabajo, la que está asociada con fenómenos de violencia estructural y prácticas nocivas como el matrimonio infantil y las uniones tempranas y forzadas. Este fenómeno reproduce las desigualdades de género y está estrechamente vinculado con la violencia, pobreza, abandono escolar, políticas inadecuadas. Los patrones culturales que asocian a las mujeres con la maternidad y la reproducción, la carencia en materia de políticas de educación sexual y reproductiva, y la escasa oferta de servicios de salud especializados agudizan la persistencia de este fenómeno (CEPAL 2019).
A su vez, la persistente concentración del poder y las relaciones jerárquicas de género consolidan la injusta división sexual del trabajo. Si bien los mecanismos de acción afirmativa y las normas de paridad habilitaron en algunos países el aumento de la participación política de las mujeres, esta participación se ve limitada al asignarse a ellas casi exclusivamente la responsabilidad de los cuidados. Por ello, las políticas de cuidados que se orienten a reconocer, redistribuir y reducir el trabajo de cuidados son mecanismos clave en la promoción de la democracia paritaria.
Ahora, podemos seguir correlacionando lo expuesto anteriormente con las masculinidades, pero antes cabe esta pregunta: ¿Existe solo una masculinidad posible? ¿O podemos referirnos a “masculinidades?”
Entre los temas que atañen a la construcción personal del género, es importante reflexionar sobre la masculinidad hegemónica. Esta noción se refiere a un modelo de comportamiento masculino que busca imponerse por sobre las mujeres, otras formas de ejercer la masculinidad y otras identidades. Decimos que es “hegemónico” porque es el modelo dominante para entender y practicar la masculinidad. ¿En qué consiste este modelo? En cumplir con los estereotipos tradicionales asociados a la idea de “varón” y que, en general, se refieren a una imagen de varón cis, heterosexual, blanco, y de clase media o alta. Las características de este modelo (como el ser fuerte, racional, proveedor, etc.) se asocian popularmente a la idea de “macho”. Sin embargo, se trata de un “modelo”, un “estereotipo” que sostiene un “deber ser” y que, como tal, es inalcanzable en su completud y resulta opresivo. Según Bonino (2002), la masculinidad hegemónica “está relacionada con la voluntad de dominio y control, es un relato construido sociohistóricamente, de producción ideológica, resultante de los procesos de organización social de las relaciones mujer/ hombre a partir de la cultura de dominación y jerarquización masculina”.
Esta masculinidad es medida a través del cumplimiento de determinados mandatos: Ser proveedor (especialmente en lo económico dentro del ámbito familiar; tiene gran importancia el trabajo remunerado) Ser protector/ valiente/ fuerte (respecto de las mujeres y las infancias) Ser independiente (refiere a los distintos tipos de autonomía) Ser potente / viril / heterosexual Ser procreador (aún sin asumir la paternidad) Según Olavarría (2001), la masculinidad hegemónica apela a un modelo de varón que no debe tener rasgos femeninos, ni infantiles, ni homo sexuales.
Se presenta como superior a las mujeres, las personas LGBTI+ y los varones menos “masculinos” y esta jerarquización es respetada sin cuestionamiento.
Asimismo, tal como se menciona en el artículo “Masculinidades sin violencia”
(MMGyD, 2020), “la masculinidad hegemónica tiene costos para los propios varones que se identifican con ella. Estos son costos emocionales, por no poder expresar ciertos sentimientos; sanitarios, por la falta de cuidado de la propia salud y los comportamientos de riesgo; familiares, ante el empobrecimiento de los lazos afectivos y de la comunicación; y sociales, entre muchos otros. No obstante, todos estos costos no suelen ser registrados como tales por los varones, sino por el contrario, son asimilados como “leyes de la vida” incuestionables. Más aún, su cuestionamiento es tomado como un signo de debilidad: “hay que bancársela”.
Y aquí llegamos al punto sobre el que queremos reflexionar: ¿por qué es importante reflexionar sobre el modelo de masculinidad hegemónica?
Porque el ejercicio y la construcción de tal masculinidad constituye la base para el desarrollo de múltiples desigualdades y violencias hacia otras personas.
Actualmente podemos escuchar el concepto de “deconstrucción” ligado a otras masculinidades (en plural para diferenciarse de la masculinidad hegemónica) que disputan los roles dominantes. En este sentido, “es innegable que muchos varones comenzaron a cuestionarse las prácticas, creencias, ideales y valores en que basan y construyen su identidad masculina. Sin embargo, persiste como corriente dominante de esa identidad aquella de los varones que quedan ajenos a estos procesos de transformación y que activamente actúan, sostienen y reproducen los estereotipos de género homo-odiantes y las violencias hacia las mujeres y LGBTI+ en todas sus formas (MMGyD, 2020)”.
Nos encontramos frente a modelos socio culturales construidos a lo largo de la historia que, en cuanto tales, se pueden modificar. No es una tarea sencilla, pero sí posible y necesaria Es un trabajo, que precisa ser continuo y cotidiano, de cuestionamiento de los privilegios que la sociedad en la que vivimos otorga a los varones por el sólo hecho de serlo. Esta revisión identitaria debe ser individual y colectiva. Así como dentro del movimiento feminista, de mujeres y de los colectivos LGBTI+ se producen debates y procesos de autoformación continuamente, es parte necesaria para cambiar el paradigma patriarcal que los varones también puedan darse estos debates dentro de sus ámbitos de socialización. Cada paso que se dé en este sentido y cada varón que se sume a este proceso contribuirá a la conformación de nuevas formas de ser, de hacer y de relacionarse que impidan la reproducción de desigualdades y violencias.
Retomando conceptos anteriores vertidos y subrayando que CEPAL 2022 también concluye en que es significativa la desvalorización y feminización del trabajo doméstico y de cuidados, tanto cuando se realiza a cambio de un salario como cuando se lleva a cabo de manera no remunerada, en general dentro de los hogares. Si bien en el primer caso tiene un impacto positivo en la autonomía económica de las mujeres, en los mercados laborales se han reproducido las desigualdades presentes en el ámbito doméstico. Para modificar esa situación se necesita un cambio de paradigma, como el que implica transitar hacia una sociedad del cuidado: un estilo alternativo y propositivo y una organización social que sitúa la sostenibilidad de la vida como objetivo prioritario.
El mercado laboral es el espacio en el que se genera la mayor parte de los ingresos monetarios de los hogares de la región. Sin embargo, si no se evita que se reproduzcan allí los estereotipos y sesgos de género, se convierte en el ámbito en el que se propagan las desigualdades que luego afectan la distribución de los ingresos.
El mercado laboral es un eje central alrededor del cual las personas articulan su tiempo.
La persistencia y rígida división sexual del trabajo y la injusta organización social de los cuidados, que se expresan en la feminización del trabajo de cuidados y la sobrecarga de trabajo no remunerado de las mujeres, operan además como una importante barrera para su participación en el mercado laboral. Este mercado laboral se sostiene por un modelo en el que se desconocen las necesidades de cuidado y se asume que la única responsabilidad de las personas que trabajan de forma remunerada corresponde a las tareas asociadas al mercado.
El trabajo de cuidados está subvalorado socialmente, al igual que las personas que lo desempeñan, tanto de forma no remunerada como remunerada. Este trabajo se ha denominado de distintas formas y analizado desde distintos ángulos, siempre con miras a subrayar la importancia, mejorar las condiciones en que se realiza y poner en relieve la necesidad de considerarlo tanto en su forma remunerada como no remunerada.
La Organización Internacional del Trabajo propone considerar trabajadores del cuidado a todas las personas destinadas a la prestación de cuidados, de manera remunerada y no remunerada. En cuanto fuerza de trabajo ocupada, propone considerar a las trabajadoras y los trabajadores del cuidado que trabajan en los sectores del cuidado (la educación, la salud y el trabajo social), y también a aquellos que trabajan en otros sectores en ocupaciones vinculadas al cuidado, a las trabajadoras y los trabajadores domésticos remunerados, y a quienes, sin prestar cuidados, trabajan en sectores del cuidado brindando apoyo a la prestación de estos servicios (OIT 2019).
La legislación laboral, creada entre fines del siglo XIX, puso especial énfasis en la protección de las mujeres trabajadoras, según la lógica de resguardar la maternidad y la familia. Para que las mujeres pudieran concentrarse en la crianza de las nuevas generaciones, que deberían asumir retos del mundo industrializados, las normas se entraron en asegurar la participación de las madres trabajadoras en el cuidado de sus hijos e hijas mediante licencias remuneradas. El mayor reconocimiento de los derechos civiles de las mujeres estuvo acompañado por su progresiva incorporación al mundo laboral y por un cambio de enfoque que favoreció el establecimiento de normas nacionales e internacionales para garantizar la no discriminación y la igualdad. Sin embargo, esta normativa tendió a seguir asignando a las mujeres la mayor parte de los derechos con respecto al cuidado de los hijos y las hijas, limitando la responsabilidad de los hombres y naturalizando de esta manera el cuidado como una tarea femenina.
El derecho a la licencia de maternidad remunerada y a la protección del trabajo y la no discriminación de las mujeres que son madres es un requisito básico para la protección de la vida y la salud de las mujeres y sus hijos/as, la continuidad de los ingresos de las trabajadoras y la lucha contra la discriminación relacionada con la maternidad de las mujeres en edad reproductiva, embarazadas, lactantes o con hijos pequeños.
El derecho a amamantar y trabajar de forma remunerada está incorporado en la normativa internacional sobre protección de la maternidad desde la adopción del Convenio sobre la Protección de la Maternidad, 2000, su art 10 establece que las mujeres trabajadoras tienen derecho a la reducción de la jornada laboral o a uno o más recesos diarios para la lactancia, que deben computarse como tiempo de trabajo y remunerarse en consecuencia. En los países del Caribe angloparlante no existe regulación al respecto, lo que representa un desafío para llegar a los estándares mínimos establecidos en la normativa internacional. En América Latina, en 15 países, se da derecho a interrumpir la jornada por lactancia, mientras en los otros 5 se ofrece la opción de interrumpir o reducir la jornada.
Un elemento central de la protección de la maternidad es la protección del empleo y la garantía de no discriminación por motivos relacionados con la maternidad, tanto durante el embarazo como al retomar al trabajo una vez finalizada la licencia por maternidad.
En las diversas formas de familia, el cuidado de las hijas y los hijos pequeños no solo es una responsabilidad sino también un derecho de todas las personas, independientemente de su género. Todas las personas deberían tener derecho a una licencia, ya sean gestantes o no. El cuidado de los hijos y las hijas debería poder ser desempeñado indistintamente por los padres o las madres. Sin embargo, a los hombres se les ha asignado históricamente un lugar secundario y solo en los últimos años se comenzó a incorporar en la región la licencia por paternidad como política de Estado y, de manera más incipiente, las licencias para personas pertenecientes a la comunidad LGBTI +. Si bien el establecimiento y la extensión de licencias posnatales para hombres constituyen un primer avance, todavía son insuficientes para impulsar una transformación de las relaciones y los estereotipos de género.
Todavía hay muchos países de América Latina y el Caribe en los que no se ha establecido la licencia posnatal masculina o permiso de paternidad, a saber: Antigua, y Barbuda, Barbados, Belice, Costa Rica, Cuba, Guyana, Haití, Honduras, Jamaica. En la mayoría de los 17 países de la región en los que se han incorporado el derecho a un periodo posnatal remunerado para el padre se otorga una licencia corta duración: 2 días en la Argentina, Guatemala y República Dominicana; entre 3 y 5 días en el Estado Plurinacional de ´Bolivia, Brasil, Chile. En todos los casos se cubre el 100% del salario y en la mayoría de los casos este costo recae en el empleador (solo en Colombia, Suriname y la República Bolivariana de Venezuela se cubre mediante la seguridad social, mientras en Uruguay hay un sistema mixto.
En casi todos los pa´çises, el permiso de paternidad cubre solo a los trabajadores asalariados formales. En una región donde la mitad de lka fuerza laboral se desempeña en la informalidad, la limitación de este permiso a los trabajadores formales es muy relevante, pues excluye a una proporción muy alta de padres. Además de ser muy cortas, las licencias por paternidad en América Latina y el Caribe no son usadas por todos los padres que tendrían derecho a ellas.
Se recomienda que los sistemas de licencias definan períodos de tiempo obligatorios para padres, a fin de enviar una señal clara desde el Estado con respecto a las prácticas de cuidado que se esperan de ellos.
Otro instrumento de protección del derecho al cuidado de las trabajadoras y trabajadores son las licencias parentales, que pueden ser utilizadas por los padres y las madres a continuación de las licencias de maternidad. Estas licencias solo existen en cuatro países de la Región: Chile, Colombia, Cuba y el Uruguay.
El bajo porcentaje de padres que han utilizado el permiso parental indica que todavía existen algunas resistencias culturales, pero también obedece a barreras en el diseño de estas licencias para promover el uso paterno del tiempo disponible para cuidar. La experiencia internacional indica que los sistemas de licencias que definen perídos exclusivos e intransferibles para los padres logran que una porción sustantiva de estos utilicen permisos parentales y se involucren de gorma activa en los cuidados. Por el contrario, los sistemas que establecen que el derecho a la licencia parental corresponde a la madre, que puede transferir parte del tiempo al padre (Chile), o que el derecho es de ambos, pero deben definir quién hará uso del tiempo de cuidado (Uruguay) no modifican los roles de género con respecto al cuidado y, por tanto, los permisos son utilizados casi exclusivamente por las madres (Perrotta, 2000).
En nuestro país, el proyecto de Ley “Cuidar en Igualdad”, ingresado al Congreso el 03 de mayo de 2022, extiende la licencia para las personas no gestantes. Se propone un aumento progresivo , de 2 a 15 días en el primer año de vigencia de la ley, 30 días en el segundo, 45 dìas en el cuarto, 60 días en el sexto y 90 días a los ocho años. Además, la licencia tendría un carácter irrenunciable.
Se trata de un proyecto de ley para establecer el Sistema Integral de Políticas de Cuidados, en el que además de la medida señalada anteriormente, se propone aumentar el periodo de la licencia de maternidad de 90 a 126 días (de los cuales pueden tomarse como mínimo 30 días antes del parto) y crear la licencia parental, dirigida a “personal no gestante”, dejando esta opción abierta a las parejas del mismo sexo. La Argentina sería el primer país en establecer el carácter irrenunciable de la licencia del padre o la persona no gestante (prohibición de trabajar). Se propone que la licencia tenga una duración de 90 días y pueda tomarse de manera fraccionada. Los primeros 15 días deben utilizarse inmediatamente después del parto y los restantes 75 días deben utilizarse dentro de los 180 días posteriores al nacimiento. Se otorga una licencia similar en caso de adopción. Considerado que la licencia de maternidad posterior al parto es de un máximo de 14 semanas, esta licencia para la pareja no gestante podría incrementar en varias semanas el tiempo de cuidado a cargo de la persona no gestante.
A pesar de que en los países se han aprobado leyes que reconocen el matrimonio igualitario y, por esa vía, la posibilidad de adopción e inscripción de hijos e hijas de parejas homoparentales, la información disponible respecto del acceso de dichas parejas a las licencias parentales es escasa. En el caso de la Argentina, existe un pronunciamiento jurisprudencial de 2015 que expresa que la licencia extendida por paternidad, en caso de que los adoptantes sean dos varones, se otorga con fundamento en el derecho a la igualdad ante la ley y la prohibición de la discriminación de todos los seres humanos (Valderrama Medrano y Trujillo Díaz, 2020).
Otra característica de los sistemas de licencias en la región es que se concentran en el periodo vinculado con el nacimiento, dejando sin protección a las trabajadoras y los trabajadores responsables del cuidado de personas mayores a su cargo. Un avance importante se registró en la Argentina en julio 2020, cuando se promulgó la ley Nro 27555 de teletrabajo, que contiene un artículo sobre tareas de cuidado y establece que “ las personas que trabajen bajo esta modalidad y que acrediten tener a su cargo, de manera única o compartida, el cuidado de personas menores de 13 años, personas con discapacidad o adultas mayores que convivan con la persona trabajadora y que requieran asistencia específica, tendrán derecho a horarios compatibles con las tareas de cuidado a su cargo y/o a interrumpir la jornada.
Finalmente, y en síntesis de lo hasta aquí expuesto se puede concluir que las representaciones de la cultura patriarcal moldean tanto las prácticas de cuidado de los hogares como las dinámicas del mercado laboral y la valoración del comportamiento ideal de las trabajadoras y los trabajadores. El peso de los papeles tradicionales de género en los cuidados es todavía muy fuerte en la mayoría de los países de la región y se ha señalado como uno de los nudos estructurales de la desigualdad de género (CEPAL, 2019). Por una parte, preocupa el resurgimiento de prácticas, discurso y patrones culturales patriarcales que defienden la idea de la mujer como cuidadora natural e incluso condenan su participación en el mercado de trabajo porque supondría una desatención de sus supuestas tareas naturales (Stutzin y Troncoso 2019). Por otra, persiste la idea de que las mujeres ya no enfrentan barreras para participar en el mercado laboral y, por ende, no deberían tomarse medidas para modificar la injusta división sexual del trabajo.
LEYES Y NORMAS DE REFERENCIAS:
CONSTITUCIÓN NACIONAL
Ley Nº 20.744 Ley de Contrato de trabajo
Ley Nº 23.592 Ley de Actos Discriminatorios
Ley Nº 26.485 De Protección Integral de las Mujeres
Declaración Americana De los Derechos y Deberes del Hombre-
DECLARACIÓN UNIVERSAL DE DERECHOS HUMANOS
CONVENCIÓN AMERICANA SOBRE DERECHOS (PACTO SAN JOSÉ DE COSTA RICA) LEY 23.054
PACTO INTERNACIONAL DE DERECHOS ECONÓMICOS, SOCIALES Y CULTURALES (Ley 23.313)
CONVENCIÓN SOBRE LA ELIMINACIÓN DE TODAS LAS FORMAS DE DISCRIMINACIÓN CONTRA LA MUJER (Ley 23.179)
DOCUMENTO CEPAL 2022, XV REUNIÓN
CONVENCIÓN INTERAMERICANA PARA PREVENIR, SANCIONAR Y ERRADICAR LA VIOLENCIA CONTRA LA MUJER. CONVENCIÓN DE BELÉM DO PARÁ (Ley 24.632)
CONVENIO NRO 111 OIT: “CONVENIO RELATIVO A LA DISCRIMINACIÓN EN MATERIA DE EMPLEO Y OCUPACIÓN”
CONVENIO 190 OIT