Del concepto económico productivo a una visión axiológica: el trabajo cómo necesidad o cómo fuente de felicidad
Por María Luz Vega Ruiz
La regulación del trabajo en el siglo XX
En los albores del siglo XX, la primera Guerra mundial fue el crisol en el que se fundieron y amalgamaron nuevas ideas, conceptos y perspectivas en torno al mundo del trabajo, consolidándose las características que derivaron en la necesidad de un nuevo tipo de regulación (el derecho del trabajo) como un ordenamiento singular, verbigracia, su doble carácter individual y colectivo y su naturaleza pública / privada, así como su especial dinámica normativa (el contrato colectivo). El eje de esta regulación social que sustentaba el recién “creado” estado de derecho, fundamento de la paz mundial, era la existencia de una relación trabajador/empleador típicamente de carácter industrial, basada en la disyuntiva poder/protección, y en la que el trabajo se caracterizaba por su valor eminentemente productivo (con independencia que el servicio prestado o los frutos producidos fueran un bien consumible directamente, o uno que sirviera para procurar dichos bienes). Si bien el concepto era predominantemente económico, también implicaba una idea ética y axiológica (trabajar para vivir) que abría, en paralelo, el debate sobre fines deontológicos en torno a la dignidad o la libertad.
No cabe duda que el nacimiento del concepto lucha de clases (origen de la revolución bolchevique, que celebra su centenario en este 2017) y una nueva forma de organización y división de trabajo, fruto de la economía de guerra, supuso una trasformación histórica en los valores sociales similar en su impacto en el ser humano a la producida tras la revolución paleolítica: un cambio absoluto de conciencia y de forma de vida. El concepto” moderno” de trabajo (en tanto que actividad productiva-lucrativa) surge así, en función de cambios que se engendran en la organización social (el paso del gremio y las servidumbres a la idea de clase) y con criterios éticos bien definidos.
Es cierto que en el siglo XIX y fruto de las nuevas ideas socialistas, numerosos académicos y pensadores en Europa lanzaron llamados a la regulación de los temas con, entonces, más impacto social: las horas de trabajo y la protección contra la explotación de mujeres y menores. Sin embargo es difícil caracterizar aquéllas normativas como una verdadera legislación laboral, no tanto por su ámbito reducido, sino por considerar que la motivación de muchas de las legislaciones europeas respondían más bien a garantizar la existencia de una población sana que pudiera cumplir con las necesidades del estado (en Prusia hacia 1830 las primeras leyes contra el trabajo infantil fueron promovidas por líderes militares que buscaban una población de reclutas sanos).
Es a fines del XIX, cuando el camino quedaba claro y las ideas de garantía de mínimas condiciones de trabajo y de un cierto nivel de protección estaba madura. El “hecho trabajo” se convirtió así en el siglo XX, en elemento central de la sociedad civil y es la necesidad de su racionalización ex post, dado su vasto carácter, la que va desarrollando su regulación y la aparición en el tiempo del derecho de trabajo y de las instituciones que lo sustentan, tal y como son conocidas en la actualidad. Más allá de la ordenación productiva de un fenómeno social de envergadura, el trasfondo moral que implica la regulación laboral (dignificación de las condiciones de ida y trabajo de una mayoría de la población) le dota de características especiales. Como señala Montoya Melgar el derecho del trabajo “comparado con otros sectores jurídicos acusadamente patrimonialistas, muestra desde sus orígenes su vocación humanitaria y social”.
Como ya se mencionó, la primera guerra mundial no sólo trajo la discusión ideológica sobre un nuevo orden internacional, sino también una importante modificación en la concepción del hasta entonces existente mercado de trabajo, que empezó a incorporar masivamente mujeres a las fabricas (mientras los hombres estaban en el frente), empeorándose en paralelo las ya de por si pobres condiciones de trabajo y los paupérrimos salarios. En la década de 1910, las huelgas empezaron a declararse en el Reino Unido y en Francia, poniendo en peligro la economía de guerra y subsistencia, y alertando del riesgo social a las autoridades europeas. Es en este momento y como respuesta a las crecientes demandas de los sindicatos, cuando empieza a generarse el primer germen del “tripartismo” en torno a la promesa de que los representantes de los trabajadores serían parte integrante de los acuerdos de paz. El concepto paz social empieza a tener pleno sentido.
Con anterioridad no pocos pensadores habían reflexionado sobre los efectos de la revolución industrial y de la organización del trabajo, así como en la necesidad de “reposar” en los sindicatos y en su capacidad de negociación para establecer tasas de salarios y horarios. En los primeros años del siglo XX John Commons teorizaba sobre las causas y soluciones del problema del trabajo (que el centraba en: trabajo infantil, salarios de pobreza, horas excesivas de trabajo, accidentes, huelgas y rotación elevada de mano de obra), señalando la necesidad de encontrar soluciones para evitar que la cohesión social se vulnerara.
Tras la primera guerra, la Conferencia de paz en París en 1919, incluyó como consecuencia el debate sobre la necesidad de una legislación internacional, que si bien no era nueva, tenía un diferente espíritu tras experimentar los horrores de una confrontación mundial. La idea de dignidad y libertad fue el mayor impulso para la creación de una nueva organización multilateral que más allá la dicotomía trabajadores y gobiernos incluía una nueva figura: las organizaciones de empleadores, que desde entonces empezaron a constituir organizaciones nacionales para asistir a los empleadores en las discusiones en la OIT.
El derecho social se elevó entonces al más alto rango (internacional) dándose vida a la idea de Convenios universales, articulada sobre dos elementos básicos (y a mi juicio dos nuevas instituciones laborales): la adopción tripartita y el control internacional.
1919 es por tanto la fecha clave en dos hitos en el mundo social; la consitucionalización del estado social de derecho (Weimar) y la creación de la OIT y el tripartismo internacional (y nacional). Tras ello el trasfondo ético de una nueva regulación: el trabajo aparece regulado basándose en principios de justicia social y con la idea de estándares mínimos universales.
La Declaración de Filadelfia en 1944 confirma dichos principios al afirmar que el trabajo no es una mercancía (Párrafo 1) y recordando que la pobreza es una amenaza a la prosperidad. En el mismo párrafo afirma que “la lucha contra la necesidad debe proseguirse con incesante energía dentro de cada nación y mediante un esfuerzo internacional continuo y concertado, en el cual los representantes de los trabajadores y de los empleadores, colaborando en un pie de igualdad con los representantes de los gobiernos, participen en discusiones libres y en decisiones de carácter democrático, a fin de promover el bienestar común”. Los pilares del estado de derecho se asientan definitivamente, vinculando conceptos económicos, sociales y de desarrollo, así como marcando los principios que estarán subyacentes en la aparición de los primeros códigos de trabajo.
En la década de los 50, la consolidación de las normativas laborales en todo el mundo estableció las bases de una aproximación institucional al trabajo fundamentada en un claro concepto del asalariado, ligado a la presencia del trabajador en un lugar de trabajo concreto. Al mismo tiempo nuevas naciones (fin del colonialismo) se consolidan, se independizan y la guerra fría empieza a ser el modus vivendi como trasfondo internacional. Es el tiempo de las conquistas en materia de condiciones de trabajo (jornada de 40 horas), la conformación de sistemas de seguridad social basados en el principio de solidaridad y el momento de auge de los derechos que sustentan las relaciones colectivas, esencialmente la libertad sindical. La regulación del trabajo se renueva y se consolida. El Estado de bienestar se vincula directamente con el crecimiento económico (es la época del auge y la consolidación del fordismo y del modelo capitalista).
A partir de la década de los sesenta y afianzada la economía mundial, la percepción y los “pedidos” sobre lo social, empiezan a modificarse. Tras un periodo de euforia (los llamados treinta prodigiosos y el auge de las relaciones laborales) de carácter garantista, al inicio de los 70 se produce una primera “esclerosis económica y política” provocada, a juicio de algunos, por las rigideces del mercado de trabajo que fruto de un legislación garantista buscaban lograr la estabilidad del sistema de producción.
En los setenta, la idea de espacio-trabajo empieza a difuminarse con la aparición de toda una nueva tecnología que acompaña los procesos de internacionalización de los mercados. El mercado de trabajo cambia radicalmente. Aparece el sector informal (señalando por primera vez de forma coherente el fenómeno la vulnerabilidad y la marginalidad social y sus efectos de ilegalidad y desprotección) y los pilares y valores de la sociedad y la regulación empiezan a estar desajustados. El vínculo entre trabajadores y gestores/empleadores cambia de naturaleza y los problemas de la relación de trabajo, ligados a un aumento de la subcontratación, empiezan a evidenciarse.
Sociopolíticamente, los setenta son una década convulsa: pactos sociales de carácter amplio (Moncloa, por ejemplo) y la crisis económica de mayor magnitud desde 1929 (la crisis del petróleo de 1973). Se generan mayores desigualdades, pero el desarrollo económico y el comercio internacional de productos manufacturados, continúan y se aceleran. Es la década de debate entre neoliberales y keynesianos y el origen de numerosas discusiones sobre una economía “capitalista” que parecía fracasar.
Esta nueva crisis abre numerosos frentes y tendencias en el mundo del trabajo enfrentado por primera vez a la idea de la mundialización, a la tecnología y a las desigualdades. Es también el momento de los primeros debates y movimiento globales en torno al medio ambiente y el crecimiento del interés por la causa ecológica.
Desde entonces diversas crisis y cuestionamientos se han venido produciendo de forma sucesiva: el llamado ajuste estructural de los ochenta, los efectos de la caída del muro y el fin de la guerra fría en los noventa , las nuevas políticas neoliberales y el auge del regionalismo, las discusiones sobre garantismo y flexibilidad en la regulación laboral, etc Los movimientos y las crisis seguidas de cortas etapas de recuperación se han ido encadenando y acelerando , llegando incluso a la conclusión de que han existido varias revoluciones industriales, casi solapadas.
Sin perjuicio de los cambios la preocupación de fondo, sin embargo, continúa vigente: proteger las condiciones de trabajo considerando que el trabajo no es una mercancía es decir los valores de justicia social y la necesidad de protección origen del concepto moderno de Estado social. El problema sigue siendo el mismo pero surgen nuevas cuestiones.
Hacia un Nuevo concepto de trabajo: las innovaciones retos del siglo XXI
En 1995 Rifkin anunció el fin del trabajo , poniendo en evidencia el sentir creciente sobre el fin de una época basada en lo social y en la regulación del trabajo subordinado. Para Rifkin, los problemas derivados de la crisis económica, esencialmente la eliminación de puestos de trabajo y el consiguiente desempleo, no tenían respuesta por parte de la teoría tradicional del capitalismo industrial, ni tampoco por las estructuras básicas de la sociedad actual -estado y mercado-, que se mostraban incapaces de plantear acciones efectivas frente a un desempleo estructural profundo.
Si bien hoy podemos afirmar que el trabajo sigue siendo parte del centro del interés del ser humano y que, a pesar de determinismos pesimistas no parece que su fin esté próximo, lo cierto es que son numerosas las interrogantes que plantea nuestro presente y que fomentan la incertidumbre, la inseguridad y el interés creciente por la discusión sobre el futuro del trabajo.
Si bien, como veremos, algunos de los fenómenos del futuro no son realmente novedosos, si existe una característica común en el proceso: la velocidad del cambio. Es en este sentido que la reciente Encíclica del Papa Francisco I “Laudato si” hace referencia “a la continua aceleración de los cambios de la humanidad y del planeta se une hoy la intensificación de ritmos de vida y de trabajo, en eso que algunos llaman «rapidización”
El siglo XXI comenzó su andadura con un panorama extremadamente inestable. Hoy, 17 años más tarde la situación sigue siendo compleja; fluctuaciones económicas y deceleración del crecimiento económico y del empleo (se calcula una pérdida de 5.1 millones de puestos de trabajo entre 2015 y 2020 ), reorganización de las cadenas de valor a nivel mundial, ( y el consecuente dilema de off- shoring y re-shoring), trasformación demográfica ( migración, envejecimiento) y un profundo cambio tecnológico, todo ello en un contexto afectado por los cambios medioambientales y por una trasformación política internacional que frena el ritmo de la pre-existente globalización. Además, es innegable que se registran indiscutibles indicios del regreso a políticas proteccionistas en los países que impulsaron con más fuerza la globalización neoliberal (o “hiperglobalización”, como denomina esta etapa la CEPAL) como es el caso de Estados Unidos y Reino Unido, entre otros.
Sin embargo, más allá de las transformaciones resultantes de una economía en proceso de deceleración en la mayor parte de los países y su correspondiente impacto en el empleo, así como la relación estrecha de la situación con la mencionada revolución tecnológica, el mundo del trabajo presenta hoy caracteres muy diferentes a los conocidos desde la revolución industrial ( la primera) tanto en términos políticos, como sociales y más importante aún ideológicos. Son muchos los autores que se plantean el debate sobre la centralidad del trabajo en la vida económica, política y social.
Es evidente que el desplazamiento del empleo hacia sectores concretos y la pérdida de puestos de trabajo provocados por el cambio tecnológico son parte indisoluble del progreso económico, Sin embargo, los expertos reconocen que la tecnología ha reducido la necesidad de que los trabajadores realicen tareas arduas, repetitivas o peligrosas, liberando recursos humanos y financieros que pueden reasignarse a sectores de mayor rentabilidad. Esto es de especial interés en países con altos índices de envejecimiento, o en profesiones donde el personal capacitado escasea. No obstante, la distribución de beneficios en los diferentes niveles de ingreso y calificación es diferente e incentiva la desigualdad en los ingresos. Esto lleva a cuestionar en algunos países, sencillamente en desarrollo el papel tradicional de los mercados de trabajo en tanto que vía de inclusión.
La ya mencionada necesidad de mejorar los perfiles laborales pasa por una clara evaluación sobre el acceso a la educación de calidad y el desarrollo de habilidades desde edades tempranas para afrontar el desarrollo de nuevas tecnologías.. Para algunos expertos es necesario mejorar conocimientos básicos como la fluidez de la lectura y la comprensión. “El aprendizaje engendra aprendizaje” como señala James Heckman y el área para comenzar es el desarrollo en la primera infancia. Hay también pruebas claras de que las aptitudes de comportamiento –como el trabajo en equipo, la diligencia, la creatividad, el espíritu empresarial– son esenciales para prosperar en las actuales economías globalizadas en rápida evolución e impulsadas por la tecnología”. “Esto permite a los trabajadores obtener ingresos procedentes tanto del trabajo como del capital”.
Las trasformaciones en el modus operandi de la empresa y en el correspondiente modelo de relaciones laborales son crecientes. Además de la necesidad de modificar los perfiles ocupacionales, el problema de los cambios radicales y permanentes en la estructura del mercado del trabajo genera polarizaciones (nacionales e internacionales) y consecuentemente desigualdades e ineficiencias en su funcionamiento. Si al problema de la desigualdad en los ingresos se añade la transformación en la pirámide de edad (en las economías calificadas como avanzadas se considera que en el 2050 la población anciana llegará a dos billones – actualmente es de 841 millones-) podemos afirmar que el mundo del trabajo afronta problemas estructurales más allá del relativo al empleo activo, ya que los regímenes de pensiones presentan seria dificultades y cuestionamientos de sostenibilidad financiera.
Las nuevas tecnologías, usadas masivamente en el nuevo mundo del trabajo, y más allá de los posible problemas de destrucción y creación de empleo, si bien tienen el potencial de generar una mayor vinculación entre las personas –y entre los trabajadores–, al mismo tiempo tienden a atomizar las relaciones de trabajo. Según Park los horarios de trabajo, el lugar de trabajo y el salario están cada vez más individualizados; el trabajador ya no piensa en colegas sino en competidores; y el trabajador es responsable por el producto y el proceso, lo que afecta la vida personal, las relaciones sociales y, los mecanismos de interrelación y representación colectiva, incluida la negociación.
En la empresa, los modelos organizativos y las formas de trabajo son hoy diferentes. La economía colaborativa aumenta la subcontratación y el outsourcing e implica gestionar los contratos y las condiciones de empleo, así como la organización interna desde una perspectiva diferente que lleva consigo incluso abordar el enfoque transnacional. Las plataformas (intermediarios digitalizados) se convierten en nuevos gestores de la producción y los recursos humanos. Los cambios en los equipos de trabajo, la combinación de diferentes relaciones de empleo y contratos, y la forma misma de prestación (a distancia y con horarios absolutamente flexibles) hacen muy distinto el panorama legislativo necesario y aplicable. Para algunos los nuevos tipos de contratos anuncian “la mercantilización” del trabajo al trasformar el trabajo en una “tarea” difícil de calificar en el ámbito de la legislación y sin garantías de protección mínimas.
Esta nueva configuración puede plantear una concepción individualista tanto de la empresa en sí como del trabajo, no sólo por la deslocalización física, sino por la determinación de las condiciones de trabajo y la evaluación individual de la productividad de cada trabajador (en el caso de las plataformas son los clientes lo que fijan las condiciones de forma indirecta). La nueva situación presenta en paralelo ventajas (flexibilidad y autonomía para el trabajador, así como mayor capacidad de decisión organizativa, debido a la facilidad de acceso a datos, para los gestores) pero a la vez implica cuestiones y problemas básicos tal y como la tendencia al aislamiento, y la falta de consulta, es decir la inexistencia de contacto humano. No cabe duda que el concepto empresa tradicional, desde la perspectiva jurídico-laboral (basado en la idea de trabajadores como colectivo plural vis a vis un grupo de gestión o empleador único), parece haber desaparecido como modelo.
Además, el momento actual parece plantear una cierta erosión de las instituciones y colateralmente la incapacidad de gestionar las nuevas situaciones. No cabe duda que las instituciones básicas del mercado de trabajo son, como lo han sido tradicionalmente, los sindicatos, las organizaciones de empleadores y la administración del trabajo. ¿Cómo afrontan el momento actual? ¿Están preparadas para los nuevos retos? .
Las tasas sindicales descienden progresivamente en todo el mundo y la cobertura de la negociación colectiva es también inferior. Más allá de los datos formales el problema se agrava con la aparición de nuevas formas de trabajo no cubiertas por las leyes laborales y por la permanencia/o incremento de una economía informal creciente. Igualmente se observa un importante aumento de los trabajadores independientes, habitualmente excluido de los códigos de trabajo. Más allá de las exclusiones legales, el problema de “los trabajadores atípicos y/o informales “ es la inestabilidad de ingresos, las horas excesivas e incontroladas de trabajo, la falta de cobertura de desempleo, el aislamiento y la exclusión y como consecuencia el incremento de la desigualdad .
Nos encontramos por tanto en una situación de confusión, en una especie de encrucijada donde el futuro no parece predecible por causa de una inseguridad manifiesta y una cierta debilidad de unas instituciones que necesitan ser renovadas. ¿Qué posibles futuros pueden ser eventualmente predecibles? ¿Qué mercado de trabajo podría existir a corto/ medio plazo).
Desde una perspectiva ético-institucional varios escenarios son posibles:
- El fin del trabajo en su concepto tradicional:. Deslaboralización / liberación absoluta y una nueva regulación basada en nuevas instituciones de carácter civil y comercial. El trabajo es un bien negociable y deja de ser un ámbito que necesita especial protección. En esta eventual hipótesis, las instituciones que regulan el mercado de trabajo incluidos los sindicatos tenderían a desaparecer. Podría plantearse que existieran, sin embargo, subsidios y beneficios de carácter social que garantizaran un minino vital no ligados al trabajo).
- La transformación de lo existente. Sin perder el fin protector y de garantía de derechos mínimos, los actores sociales ( no hay que olvidar que los sindicatos están en el origen de las instituciones nacionales e internacionales de carácter laboral) establecen nuevas alianzas y métodos para refundar la reglamentación existente ( de forma que pueda regular nuevas formas de trabajo) y reequilibrar la económica y el papel del trabajo en la sociedad.
- La reforma institucional. El estado retomando un papel central en las políticas públicas, regula toda la posible casuística práctica y refuerza por vía de ley las instituciones , Sin duda esta posición intervencionista es mucho más teórica que práctica.
- El contrato social internacional (o un new deal). La reforma se plantearía desde lo internacional sobre la base de un nuevo consenso Un nuevo orden social puede ser posible como base de una alianza internacional. Hoy no se trata de fundar el sistema de una liga de naciones, sino de un nuevo leif motiv (la justicia social) para establecer las bases de la sociedad futura y del orden mundial. No cabe duda que los ODG pueden ser una base para cimentar este tipo de perspectiva.
- Una combinación de las tres últimas. Quizás sea la más viable en términos propositivos y de consideración global.
Es evidente que proponer una solución única puede resultar precipitada e incluso excesiva considerando la compleja decisión y el número de elementos que deben ser considerados. Hablar de futuro es una tarea compleja, más aún cuando discutimos sobre un área en profundo, perpetuo y rápido cambio y en un contexto de valores en cuestionamiento, de hecho la palabra disrupción (rotura brusca, según la RAE) es la que define de forma esencial el mundo que enfrentamos.
¿Qué futuro del trabajo? La gobernanza
Si bien existen tendencias y conductores o factores de la trasformación en el mundo del trabajo, que han sido identificados por los estudiosos y las organizaciones, la cuestión central es determinar si el trabajo sigue siendo esencialmente una actividad de carácter productivo o debe concebirse más bien como una expresión del ser humano, como un valor. El trabajo no es aún una completa elección (es impensable de forma general vivir sin trabajar), pero el ser humano se plantea hoy la creatividad en sus acciones, así como su desarrollo personal. Una visión más axiológica ligada a la felicidad parece desprenderse del concepto trabajo, y trabajar deja de ser en muchas sociedades, la única forma posible de “financiarse” (al menos teóricamente)
Es cierto que en numerosos países, el trabajo sigue siendo una cuestión de supervivencia, situación que parece agravarse si pensamos en las cifras de pobreza, desigualdad e inequidad en la distribución de los ingresos. Más aún es difícil pensar en un futuro, cuando existen altos niveles de pobreza y de violencia, casos en los que la supervivencia es el único objetivo
No obstante estas dos evidentes y opuestas tendencias de la realidad sobre el mundo del trabajo, el hecho de concebir como fin una sociedad más igualitaria es la base de una aspiración común. El trabajo pasa de ser únicamente considerado como un medio de subsistencia para, en todo caso y en todos los países, convertirse en un factor de desarrollo individual y social y eso una constante incluso en los Estados más pobres. El trabajo aparece como un elemento necesario para la felicidad, reivindicando una nueva idea del trabajo que deja de ser la condena o el castigo como se prescribía en el Antiguo testamento.
La existencia de nuevas tecnológicas y de la llamada sociedad del conocimiento puede ser un acicate para superar algunas diferencias. La llamada igualdad digital es una de los objetivos propuesto como parte de las políticas nacionales al considerar que la posibilidad de tener un acceso universal igualitario al conocimiento puede ser una base esencial para superar las fracturas de las desigualdades. Invertir en crear conocimiento, libera las barreras del saber y genera igualdad de oportunidades
El trabajo sigue siendo, en esta perspectiva, una fuente esencial de valores para el ser humano, la misma que dio origen a los conceptos de dignidad y justicia, pudiendo decir que el trabajo dignifica y otorga una moral a las acciones humanas. En la actualidad esta nueva ética aparece ligada a una idea amplia de bienestar que abarca desde la igualdad de roles sociales, a la conciliación vida/ trabajo, que implica flexibilidad y la adaptación y sin la existencia de un lugar único y externo de trabajo.
En la misma perspectiva, parece imposible pensar hoy en el trabajo sin considerar el medio ambiente, así como en la necesidad de garantizar un futuro saludable a nivel individual y global. Además la tendencia a destacar los aspectos medioambientales como parte integral de las relaciones laborales da un nuevo semblante a la idea de trabajo, un tanto alejada de que el trabajo sea la única fuente del sustento. La llamada economía ecológica (o economía “verde”) tiende a sustituir el gasto incontrolado de energía y recursos naturales en que se basa el modo de producción vigente, por una mayor aplicación de trabajo y conocimientos técnicos, siendo por lo tanto más generadora de empleo. La producción limpia es una de las propuestas que se viene barajando en el marco del desarrollo sostenible.
Los ciudadanos y los responsables políticos (a veces de forma opuesta) buscan, así, nuevos modelos políticos capaces de amalgamar las nuevas aspiraciones ( por ejemplo la propuesta sueca del New Deal) , o abren debates institucionales para afrontar toso los aspectos del cambio ( el Comité de Disrupción danés) . Tras ellos subyace la misma idea de valores esenciales que se planteó históricamente y que fue la ya mencionada base de la OIT: la justicia social, la dignidad y la consideración de que el trabajo no es una mercancía
Obviamente los cambios, y las inseguridades y preguntas ligadas a los mismos generan importantes interrogantes sobre la manera de “gobernar” este nuevo mundo. Es decir, el dilema cómo generar políticas eficientes y eficaces, sin modificar los parámetros de justica social basados en un dialogo social democrático y participativo, en normas adecuadas y de posible aplicación y con instituciones públicas “capaces”.
Desde esta perspectiva, el concepto de gobernanza (social) hace referencia a nociones de legitimad, representatividad, seguridad jurídica, eficiencia, equidad y responsabilidad en la manera de manejar y gestionar el mundo laboral, incluyendo aspiraciones individuales y colectivas. La Gobernanza representa normas, valores y reglas del juego, es en suma la forma de gestionar la cultura y el medio ambiente institucional en el cual individuos y organizaciones interactúan y participan en relación a lo “público” En este contexto lo importante es determinar cuáles serían los principios de buena gobernanza en el futuro de trabajo No hay que olvidar que la buena gobernanza es la precondición necesaria para crear espacios que propicien reducción de la pobreza y desarrollo humano sostenible ( en los Objetivos de Desarrollo Global ODG 2030).
En el mundo descrito en las páginas anteriores la única posibilidad para abordar la buena gobernanza es la adopción de un enfoque holístico en materia de políticas sociales que pueda ir más allá del mercado de trabajo y tome la realidad social y económica como un todo. Esta idea “global” implica no sólo ajustes legislativos razonables que permitan la adaptación al cambio necesario ( ver infra) y eviten la segmentación y la desigualdad, sino que la eventual reforma sea suficientemente comprensiva para garantizar una protección mínima necesaria en procesos de continuo cambio y adaptabilidad, sin desequilibrar las instituciones que los sustentan. En este sentido es necesario repensar las bases de las administraciones públicas (en particular de los sistemas de administración del trabajo), utilizando las ventajas de la tecnología para agilizar el servicio y la eficiencia. No obstante, si bien las administraciones del trabajo han experimentado muchos cambios, éstos han sido muy escasos en lo relativo a su paradigma conceptual.
Los sistemas de administración del trabajo se enfrentan a una serie de retos que van más allá de la crisis ideológica actual, ya mencionada. Como ya se indicó, el mundo es más global y a la vez más local, viéndose sustentado por organizaciones a menudo ineficientes y con un déficit de liderazgo político. La demografía y las desigualdades son sin duda uno de los problema fundamentales de la gestión del Estado todo ello un contexto dónde los cambios tecnológicos van a modificar las lógicas sociales.
La administración del futuro será sin duda más compleja, más política pero también más tecnificada y con mayor participación ciudadana y empoderamiento social, con más interrelación público‐privada, más mercado y más competitividad a nivel local, regional, estatal e internacional.
Para Carles Ramió, la Administración Pública debe entenderse en un contexto global como parte de un engranaje político, social y económico. Los avances tecnológicos, el cambio climático y los cambios supondrán elementos clave en la definición de las administraciones del futuro. Desde esta perspectiva el autor estima que en el futuro de las administraciones pueden existir tres escenarios hipotéticos:
El primero radical y poco probable se nutre de la visión que permite el “empoderamiento” de los ciudadanos a través de la tecnología y de la economía colaborativa, con la desaparición de estos organismos. Sin duda, desde una perspectiva, una propuesta de riesgo al suprimir el papel esencial del estado en la regulación, lo que en materia social sería una especie de ley de la selva con la privatización social de todo servicio público.
El segundo, implica la reducción de las administraciones, que económicamente serán insostenible. Así, la solución pasa por una remodelación con menos profesionales, que a su vez tengan perfiles más analíticos, mayor preparación y que puedan identificar mejor la información. Tendrán la función de “funcionarios multifuncionales altamente organizativos” y una parte substancial de las prestaciones las ofrecerán las empresas privadas, a través de nuevos procesos de” outsourcing”.
El tercer escenario, es aquél en que las administraciones públicas y el Estado crecerían por la inseguridad que comportarán los avances tecnológicos. Se trataría quizás de una visión más paternalista y proteccionista. El principal problema de esta visión puede ser una concepción extrema basada en la idea de que la raíz última de la crisis que padecemos reside en el libre -cambio y lo que lleva asociado: la globalización sin protección, la libre circulación de capitales, la competencia salarial entre países de niveles muy dispares, las muy diferentes condiciones laborales. En ese sentido podría estimarse que la solución no estriba en ceder soberanía, sino en recuperarla y recentrarse en el mercado interno.
En todo caso es necesario buscar un nuevo sistema de valores y fines de la administración, pues parece que en la idea gobernanza se ha desdibujado el papel del Estado en su idea servicio y función.
En general, la discusión sobre el futuro del trabajo ha vuelto a traer a debate el papel del Estado en la gobernanza y su lugar central como agente regulado en el control, no sólo de los mercados financieros sino también de lo social. Reforzar todas las funciones de la administración, se reconoce como esencial para prevenir y atajar efectos perversos.
Junto a la existencia de una administración eficiente, la necesidad de contar con una ley que regule las necesidades del mercado de forma adecuada a las circunstancias actuales sigue siendo crucial. Son numerosas las razones que hicieron decidir que era necesaria un ordenamiento laboral y procedimientos e instituciones eficaces para aplicarlo a saber:
- La vinculación del derecho laboral con el interés público y más aún, con el orden público. En efecto, el derecho laboral surge para solventar los conflictos que derivan de las tensiones ligadas al mundo del trabajo, y con el fin de mejorar la gobernabilidad social y resolver la llamada cuestión social. La normativa laboral trasciende, así, a la empresa o a la industria, y es del interés de toda la sociedad.
- El interés de la Administración pública en el seguimiento directo de los temas laborales, lo que es manifiesto en cuestiones como el cobro efectivo de las cotizaciones de seguridad social, que implican un control directo para evitar el fraude en la recaudación, y en la conservación y aplicación de fondos ligados a las mismas.
- La importancia de evitar competencia desleal y dumping social entre empresarios, para lo cual el cumplimiento de la ley es fundamental. De hecho, en la actualidad, numerosas directivas comunitarias, y en especial las que se refieren a seguridad y salud en el trabajo, destacan la posibilidad de crear un marco común a escala europea en materia de gasto social para garantizar un correcto funcionamiento del mercado interior.
Estas razones siguen vigentes.
Por último y clave en el mundo del trabajo, el papel del diálogo social sigue siendo central en las discusiones de gobernanza. Los retos de la transformación del estado y la capacidad de representación de trabajadores y empleadores (en un contexto en el que las tasas de afiliación, como se mencionó, decrecen progresivamente, como consecuencia de ese “desencanto ideológico general”) el valor de las instituciones y mecanismos tripartitos es esencial. No cabe duda que las instituciones clásicas y únicas del derecho de trabajo, recuperan su valor intrínseco para cumplir las metas de la gobernanza.
La negociación colectiva es sin duda el más claro ejemplo. La necesidad de contar con relaciones laborales armoniosas que permitan garantizar derechos en un mundo cambiante a velocidades impensables hasta ahora y en un contexto de respeto a mínimos (dignidad) sólo parece posible desde la perspectiva de la adaptabilidad, y en ese sentido solo la negociación colectiva puede responder, desde la legalidad y la seguridad jurídica, al cambio constante en los diversos ámbitos económicos y permitiendo una articulación adecuada. La vitalidad de este derecho fundamental garantiza su derecho homólogo y complementario: la libertad sindical, por cuanto es necesario contar con la vitalidad de los negociadores para garantizar el resultado necesario.
Es cierto que existe un cierto momento debilidad basado en la perplejidad ante el cambio, pero si las organizaciones sobrevivieron y emergieron con fuerza en contextos jurídicamente adversos, ¿no es posible predecir que la crisis actual sea un momento de renacimiento?
Los derechos fundamentales en el trabajo no parecen cuestionarse por tanto no tiene sentido dudar de la eficacia de instituciones de gobernanzas que pueden garantizar un ecosistema de relaciones laborales más apropiado en la coyuntura existente.
A modo de conclusión: nuevos valores: ¿Nuevas bases?
Desde una óptica política no cabe duda que es necesario conducir el trabajo en el futuro hacia un mundo con cuotas mayores de justicia social que, como señala Supiot, combine «una dimensión axiológica y una dimensión procesal. Esa dimensión axiológica es la de la dignidad humana y los derechos económicos, sociales y culturales que la respaldan. La dimensión procesal proviene a la vez de la libre empresa y de la libertad sindical en donde la tensión, regulada por el derecho a la huelga y la negociación colectiva, permite convertir las medidas de fuerza en medidas de derecho».
El reto es complejo. No cabe duda que el mundo del trabajo se ha vuelto más heterogéneo e imprevisible y la velocidad del cambio es impensable. Las relaciones de trabajo convencionales coexisten con modalidades de trabajo más flexibles y situaciones de trabajo informal, aunque en distintos grados, que varían en función del tiempo y el desarrollo económico. Al mismo tiempo la composición demográfica se modifica y el perfil del trabajador cambia en consecuencia. El asalariado deja de ser el centro de la discusión y las cuestiones sobre el mundo del trabajo versan hoy sobre la actividad productiva y su sentido. Trabajar deja de ser sinónimo de producir y la preocupación por conseguir que las medidas de protección social tengan un carácter más incluyente, ya que las graves carencias en materia de protección de los trabajadores afectan a sectores enteros de la fuerza de trabajo mundial, cada vez más heterogénea.
Nos enfrentamos a importantes retos existenciales que pueden cuestionar la organización social y democrática de la sociedad, pero el reto es convertir los riesgos y las dudas en oportunidades para mejorar la justicia social. Las oportunidades existen y hay que aprovechar los espacios y posibilidades que abren la evolución tecnológica y el desarrollo social, así como las nuevas áreas de la economía y la organización productiva. En este contexto, la razón de ser de la OIT y su mandato desde su creación en 1919, a saber, proteger a los trabajadores contra las condiciones de trabajo inaceptables y mejorar el nivel de vida general, es más pertinente que nunca. De ahí el lanzamiento en el 2015 de su iniciativa sobre el futuro del trabajo, buscando dar nuevas respuestas y recomendaciones innovadoras en un contexto incierto, pero siempre en el marco de su mandato constitucional.
Al final el mundo del trabajo podrá ser diferente pero en ningún caso el trabajo podrá ser una mercancía, ni se podrá eximir a los gobiernos del deber de respetar los derechos humanos fundamentales para garantizar la equidad laboral. La dignidad y la justicia social serán aun la clave de un mundo “humano”.
Septiembre 2017
Maria Luz Vega Ruiz
Coordinadora de la Unidad sobre el Futuro del trabajo